lunes, 11 de marzo de 2013

Menú montalbaniano

Carmen es preciosa y chispeante. Sus enormes ojos oscuros sonríen mientras su boca carnosa hace un divertido gesto de rechazo al plato que me acaba de servir el camarero.

Entrada restaurante Can Lluís
Coincidimos en una cena de cumpleaños. Un amigo en común ha decidido celebrarlo en Can Lluís, en el antiguo Barrio Chino, rebautizado en Raval desde que se convirtiera en el epicentro de la modernidad barcelonesa. La Olleta d’Alcoi  -plato preferido de Manuel Vázquez Montalbán y motivo por el cual el menú lleva su nombre- ha resultado ser una soberbia escudella en la que flota una enorme butifarra negra.

Carmen se solidariza conmigo. Ella tampoco sabía lo que era la Olleta, por eso no lo había pedido. Mientras me fustigo mentalmente por no investigar qué contiene un plato antes de pedirlo, otro de los comensales, Carlos, se apiada de mí y me ofrece en trueque su Carpacio de Bacallà a les Herbes. Acepto el cambio sin dudarlo: donde esté un buen papel de fumar de bacalao, que se quiten todas las morcillas nadadoras del mundo.

Ya en los segundos, Carmen parece aburrida. Es la única de los presentes que no aspira a juntar letras de manera profesional, y no siente ningún reparo por preguntar qué quiere decir que un escritor esté más preocupado por la estética que por el contenido. Fingiendo pelearme con la Cuixa de cabrit al forn, cedo la palabra a Carlos, que se entrega a aclarar su duda con un entusiasmo solo justificable por su faceta de docente o por la energía que, dicen, da la morcilla.

Y así llegamos al postre del menú montalbaniano. El Xinès de Can Lluís es en realidad una fina crema catalana coronada con helado de vainilla y almendras. Carmen la observa con curiosidad y me pregunta si la combinación de helado y almendras está buena y que si yo también soy catalana. Sin acabar de entender su asociación de ideas, respondo que sí a las dos preguntas, y como ya nos ha aguantado suficiente debate literario por una noche, me intereso por su trabajo.
 
Carmen es psicóloga y especialista en coaching empresarial. Tal vez ella no lo sepa –parece demasiado joven para recordarlo-, pero Carmen es una JASP (término popularizado a mediados de los noventa, por un anuncio de Renault, que tenía a un Joven, Aunque Sobradamente Preparado, como protagonista). Mientras remueve su Xarrup de Marc de Cava con una cucharilla -sin decidirse a atacarlo- me cuenta que vino a Barcelona convencida de que tendría más oportunidades de trabajar en lo suyo. Ha participado en varios procesos de selección. En el último eran más de 120 candidatos y quedó segunda.


Me parece toda una proeza. Estaría bien saber por qué no te eligieron- le comento. Me lo dijeron –responde- el otro candidato tenía más experiencia. Vaya –intento consolarla–, pero es bueno saber que fue por eso y no por otra razón. No, no es nada bueno –me corrige ella- porque eso es lo único contra lo que no puedo competir.

Sin trabajo no hay experiencia. Sin experiencia no hay trabajo.

De momento sigue cobrando el paro. Si no encuentra nada anda dándole vueltas a la idea de irse al extranjero y convertirse en una JESP (Joven Emigrante Sobradamente Preparada). Aquí no hay futuro -dice Carmen en un mohín que la hace todavía más adorable- Y con gesto derrotado abandona la cucharilla al borde del plato.

El xarrup se ha derretido, convirtiéndose en una sopa de zumo de limón ahogada en orujo.

viernes, 8 de marzo de 2013

Las muñecas rusas de Amélie Nothomb



Tres historias por el precio de una podría ser el slogan-gancho con que captar espectadores para Cosmètica de l’enemic, la adaptaciónque Pablo Ley ha hecho de la novela homónima de Amélie Nothomb, y que tras estar en cartel en la sala Muntaner de Barcelona, se encuentra ahora de gira por tierras catalanas.


Para quien no tenga conocimiento previo de la obra de Nothomb, la primera idea que de buen seguro venga a la mente del espectador, es que el universo de esta escritora, circunstancialmente belga -pero formada en medio mundo-es de todo menos simple.  Más aún: es oscuro,poliédrico y retorcido.


 La primera historia de Cosmética de l’enemic nos sitúa en la sala de espera  de una aeropuerto,  donde un hombre de negocios, Jêrome Angust, (Xavier Ripoll) intenta distraerse del retraso de su vuelo leyendo un libro; pretensión que pronto se verá frustrada por la irrupción de Textor Texel (Lluís Soler) que con aspecto desaliñado y actitud impositiva empezará a explicarle la historia de su vida, marcada por la violencia y el horror.


De este modo sabremos de la infancia atípica de Texel, criado por sus abuelos tras el suicidio de sus padres, o de su perfil sociópata que lo empuja a calificar de historia de amor de su vida lo que en realidad fue una violación cometida sobre una desconocida. La repugnancia producida por esta revelación sumerge a Angust en una batalla dialéctica sin tregua con su “secuestrador”, que conduce al espectador a un nuevo descubrimiento y con él a la segunda historia:   el desafortunado encuentro con Texel no tiene nada de fortuito.


Cartel promocional de la obra

La tercera historia de Cosmètica de l’enemic sólo podría explicarse espoileando el desenlace de esta lucha a dos voces, por lo que las pistas habrá que buscarlas en el título de la obra y en el significado más clásico del término cosmética, que en palabras del propio Textel es la ciencia del orden universal, de suprema moral que determina el mundo. Así, nuestro camino natural, nuestro destino cósmico no puede ser otro que el de enfrentarnos a nuestros demonios, sean estos reales o imaginarios.

Un relato existencialista narrado con la técnica de las muñecas rusas, que no deja de sorprender al espectador hasta el final; lo cual tiene especial merito si se tiene en cuenta que la puesta en escena de Magda Puyo es del todo austera: un pequeño escenario, con dos bandos metálicos –como único atrezzo-  que se eleva apenas un metro sobre las cabezas de los espectadores, y que se encuentra rodeado a cuatro vientos por el público, al que parece que nada pueda ocultarse y del que resulta imposible escapar,  que logra transmitir a la perfección la sensación de asfixia a la que se ve sometido Angust por Texel, o lo que es lo mismo: el digno pero a ratos sobreactuado Ripoll en manos de la apisonadora interpretativa de Soler.